Vengo de Alemania y vengo deprimido. He estado allí haciendo
un mandado que básicamente consistía en visitar la fábrica de
Boheringer-Ingelheim en un villorrio que se llama Biberach, ubicado en mitad de
la campiña de Baden, un Landen de esos que tienen los alemanes que son como
nuestras comunidades autónomas pero sin robar ni despilfarrar la pasta. Pues
eso, que he visto una industria alemana por dentro, la inversión, el cuidado,
la ciencia y también y muy importante, el marketing que tienen. Me he deprimido
mucho. Son muy, muy pero que muy buenos. Me cuesta pensar que podamos
alcanzarlos en algún momento, antes al contrario, veo mucho más factible que
toda la industria del sur, la poca que va quedando, se vaya para allá y que
nosotros mejor nos especialicemos en poner copas, una tecnología que conocemos
bien y que con tanto gracejo y estilo ilustraba el vomitivo Salvador Sostres en su
deliciosa columna de El Mundo el lunes pasado.
En fin que para combatir la depresión he dado en escribir y
es que el otro día me paso algo que no nos ocurre todos los días a la gente
corriente: Conocí a un rico. Uno de verdad, de los de avión privado, palacete y
servicio. Fue en un avión, claro, a mi las cosas me pasan en los aviones. Si
fuera limpiador de retretes seguramente me ocurrirían las cosas en los retretes
pero como soy viajante me pasan en los aviones. Pues el caso es que regresaba
yo a mi dominio romano después del fin de semana madrileño cuando la Iberia
tuvo a bien sorprenderme con una mejora de categoría, eso que ellos llaman
“upgrade” y que es lo que hacen cuando, el billete que te han vendido, se lo
venden a alguien más y tú tienes la tarjeta de viajero frecuente con más
brillos y oropeles, cual era mi caso. De esta manera me cambiaron mi asiento de
turista (con ventanilla, eso sí, que yo pobrete pero con estilo) por uno de
Business Class en el que me acomodé con toda naturalidad y me puse a estirar
las piernas para celebrarlo.
Una cosa que me gusta de la primera de los aviones es que
todavía una parte de sus usuarios conserva aquel regusto de exclusividad,
extravagancia y pretendido poderío que en los años setenta se veía en los
aeropuertos, cuando viajar en avión era cosa de gente pudiente y sofisticada o
de los que como era mi caso, teníamos familia en Tenerife. En aquel tiempo tú
te sentabas en un aeropuerto y te ponías a mirar al ganao y oye, echabas el rato
la mar de entretenido. Ahora ya no, ahora todos los mindundis viajan en avión y
desde que hay low-cost es todavía peor; a estas alturas la diferencia entre un
avión y un autobús es que cuando se accidentan uno se cae del cielo y el otro se precipita por un
barranco pero más allá de eso, nada. Me ha contado un amigo que en Ryan Air
hacen como unas rifas lo cual me lleva directamente a mis tiempos de usuario
habitual de los trenes de cercanías en los cuales había un fulano que se
dedicaba a hacer rifas. Lo que ocurre es que aquel del tren hacía la rifa para
sobrevivir mientras que el personal de vuelo de Ryan Air lo hace por encargo
del capullo ese de señorito que tienen, un miserable que no deja escapar un
duro a ganar ni un culo de azafata a repasar.
Bueno, decía que me senté en mi asiento y eché un ojo
alrededor. A mi izquierda una pareja de enamorados, tan enamorados que ella se
acurrucaba sobre él y olvidaba ponerse el cinturón y eso en un avión es muy
chungo porque luego hay que andar buscando los trozos en caso de accidente y es
muy desagradable. A mi derecha él, el rico. Aunque si digo la verdad a primera
vista sólo me pareció un hortera. El tipo calzaba un pelucón rubio (suyo según
todos los indicios) y vestía un polo de Ralf Laurent, de color verde, de esos
en los que la imagen de marca del jugador de polo ocupa media pechera. Cuando
el avión andaba en vuelo el tipo sacó un ipad y ahí andaba, a lo suyo. Yo no le
prestaba mayor atención hasta que la azafata le interpeló interesándose por la
electrónica. Resulta que el tipo llevaba una aplicación que le indicaba la
altitud del avión y le marcaba la ruta lo cual mosqueó a la azafata por si
acaso interfería con los equipos de navegación del avión. Ahí fue cuando me
cosqué del pelaje del individuo: que si yo tengo un millón de puntos de Iberia
y nunca me han dicho que no lo pueda usar, que si yo lo llevo en mi avión y no
pasa nada… El fulano hablaba español con un acento chileno relativamente suave
pero inconfundible. Después el tipo me empezó a comentar cosas y yo me fui
interesando y preguntándole. Así pude saber que era hijo de un antiguo
embajador de Chile en lugares diversos, que vivía en Roma desde hace 18 años,
que si pasaba temporadas en Lanzarote pero que ya no aguantaba más y se iba un
rato a casa… Entre las perlas más memorables que soltó quiero compartir unas cuantas, a
saber:
- “El tráfico en Roma es terrible. Yo hace meses que tengo el ferrari en el garaje y es que no me entran ganas de sacarlo”
- “Mire esta fotografía. Mi hijo, que estaba en la Costa Azul y estuvo comiendo con unos amigos y va y me manda la foto de la cuenta. ¿No pretenderás que te la pague? le dije. Claro es que se ponen a pedir Champagne Rose de 20.000 € la botella que luego ni se lo beben” – La cuenta era de 107.000 €. Yo con la educación y la prudencia que me caracterizan no le dije lo que pienso de alguien capaz de gastar semejante cantidad de dinero en una comida.
- “Pues mi hijo que gana más de 200.000 al año quiere que le pague yo los impuestos”
- “Me quiero ir de Italia porque la presión fiscal empieza a ser excesiva”
- “Mi hijo tuvo de novia a la princesa de Leinchestain. Muy guapa pero muy sosa y muy aburrida, las alemanas es lo que tienen”
- “Estos de acá son rusos pobres, de los que no tienen más de treinta millones”
También habló de sus yates y otras fruslerías por el estilo.
Yo le escuchaba con atención porque pensaba que la gente así no existía en el
mundo real. Al llegar me dijo que ahora nos faltaba lo peor del viaje. “Y qué
es” – inquirí yo. “Recoger la maleta en la cinta” me dijo él. “Yo es que
procuro no facturar, estoy muy escarmentado”. En este punto me sentí tentado de
ofrecerle un melocotón de los que llevaba en mi bolsa de viaje para que aliviase la espera pero una
vocecilla interior me dijo que mejor lo dejase, que el señor rico no lo iba a
apreciar.
Cuando salimos del avión me dirigí a él y le tendí la mano
diciéndole mi nombre “Alfredo Martínez”. Él pareció sorprendido, no sé si
porque reparó en que tenía que darle la mano a un pobre o porque estaba
preocupado en sacar al perro de la bolsa de viaje. Me dio una mano semi-blanda y me
dijo algo así como “Fulco”. Más tarde lo vi en la sala de recogida de
equipajes, ya no iba solo, lo seguía un individuo de aspecto latino que
acarreaba su bolsa de viaje mientras él se hacía cargo del Yorkshire.
En fin, no creo que lo vuelva a ver. Ni ganas. Para una vez
que conozco a un rico me sale un bobo sin sustancia.
Y bien ricos que estaban |
¿Y podría ser que en la comodidad que disfrutabas en 1a, te dejaras abrazar por Morfeo y tuvieras un sueño de lo más rarito?
ResponderEliminarGina
Rarito y complejo, recuerdo que cené. Además yo no duermo en los aviones y menos sin mi dosis de dormidina. No, definitivamente descartado. El tipo podía ser un actor pero imaginario seguro que no.
EliminarMy dear,
ResponderEliminarFYI : Boehringer Ingelheim has received a warning letter in May 2013 regarding manufacturing of API... see link below
son muy buenos?
http://www.fda.gov/ICECI/EnforcementActions/WarningLetters/2013/ucm352325.htm
A
I understand the warning letter is referred to the API and final product manufacturing site at Ingelheim. The place I was visiting was the Biotech facility at Biberach but certainly the problem in one site may be burdening the other. What I saw was very impressive but it was certainly designed to impress potential customers, far from a quality audit. Thanks for the information, I will take it into account.
ResponderEliminarA