Vistas de página en total

domingo, 26 de agosto de 2012

Fyodorovna

Removía distraída el azúcar en la taza de café que le habían servido en la terraza del Indiana, mientras aguardaba la llegada de aquel tipo de nombre impronunciable con el que se venía relacionando por motivos laborales desde hacía algunas semanas. Habían quedado allí con ánimo de entrar al Gaumont a ver alguna película en versión original, "a hacer un poco de team building" había dicho él para que no todo sea trabajar y trabajar. Nisiquiera entendía muy bien por qué habían quedado, extranjero, casado... Qué iba a querer sino lo habitual en estos casos. Los hombres mienten siempre, continuamente y además lo hacen fatal, es incomprensible porqué las mujeres caen una y otra vez en un truco tan viejo.

Rubén apareció al poco con cierta cara de agobio por el retraso. Explicó que se había confundido al sallir del metro y que se había ido hacia el lado contrario de la torre de Mont Parnasse. Cuando se sentó y se calmó un poco preguntó a Cécile si había alguna película en particular que quisiera ver. Ella le ofreció la opción en español pero Rubén la desechó diciendo que no era auténtico español puesto que se trataba de una película argentina. Finalmente y ante la falta de consenso decidieron dar un paseo aprovechando la tregua que había dado la lluvia y quizás cenar algo en el barrio latino.

Fue un largo paseo. Rubén le contó a Cécile un poco de su vida, de su casa de Madrid, de cómo había llegado a aquel negocio... La vida de Rubén no estaba marcada por hechos relevantes ni aventuras fascinantes pero resultó ser un hombre divertido, correcto y amable. Cenaron en una pizzeria del Boulevard Saint-Germain, nada especial ni lleno de encanto aparte del que poco a poco y sin darse cuenta iban poniendo ellos. Fue cuando Rubén le preguntó a Cécile por qué tenía un aspecto tan poco francés cuando ella resultó ser una persona con una historia cuando menos curiosa.

Efectivamente Cécile era una joven de una estatura bastante superior a la media, tremendamente rubia, con los ojos azules y la cara redonda. Se debe - dijo ella - a que me parezco mucho a mi madre. Cécile Boncompain se llamaba también Irina Fyodorvna y era hija de un francés y de una guapa mujer rusa que se había reeditado en ella.

- Papá era un comunista convencido. Militaba en el Partido Comunista Francés y no se saltó una sola de las algaradas del 68. Se llamaba Didier Leroi, mal nombre para un estalinista recalcitrante, por lo que todos le llamaban por su alias, "Dostoyevsky", un autor al que adoraba y cuyas obras completas conocía bien. Por él se puso ese nombre en clave. Insatisfecho de los resultados y las motivaciones de la lucha social en Francia, Didier decidió emigrar a la Unión Soviética en 1973 para disfrutar de la auténtica esencia de las tesis de Marx y Lenin. Allí decidió adoptar un nombre ruso, Fyodor, como su adorado Dostoyevsky y por eso cuando algunos años después nació su única hija le pusieron Irina Céline Fyodorvna Leroi. Irina creció en la época postcomunista, estudió en la Escuela de Ingenieros de San Petesburgo y tras la muerte de su padre, con quien no compartía el amor por la extinta URSS, decidió aprovechar su condición de francesa y marcharse a vivir a París.

Rubén tomaba café y calvados y miraba embobado a Irina. Reía sus ocurrencias y le contaba aventuras de juventud, de sus años de estudiante de bachillerato en Tarazona, de su llegada a Madrid... Irina resultaba muy cómica intentando pronunciar Tarazona, y al se le empezaba a ir la cabeza.

- ¿Te importa que te llame Irina a partir de ahora? Preguntó Rubén entre divertido y admirado. - Lo mismo prefieres una copa de vodka, dijo Rubén ante el recién descubierto exotismo de su interlocutora.

- Yo no soy tan original como papá - dijo Cécile-Irina. Llegué a París hace diez años, tuve trabajos normales, novios normales... Todo muy burgués y muy normal. Mi padre lo hubiese desaprobado mucho.
A lo largo de la noche Irina-Céline había sentido un interés creciente hacia Rubén. Él hablaba francés con un acento bastante fuerte pero se defendía bien. Aquello contribuía a hacerlo más gracioso y más atractivo. Le gustaban sus manos tan pulcras y cuidadas, como se movían para apoyar sus explicaciones y sus historias y la chispa que había en su mirada. Rubén tenía el pelo negro y rizado, con la frente despejada, la piel blanca y la baraba fuerte y negra. Su mentón grande y cuadrado le daba justamente el toque necesario para responder al arquetipo de  "amante latino" tan popular entre las jóvenes francesas.

Por su parte Rubén estaba encantado con su compañera de oficina que al final había resultado ser una caja de sorpresas. Durante la segunda copa había decidido que quería hacer el amor con ella pero no quiso precipitarse. Por esa razón la acompañó en un taxi hasta su casa para marchar después a su hotel. Irina-Céline había dado señales de estar pasando un buen rato y de encontrarse receptiva durante la velada, por eso no quiso tentar a la suerte y prefirió esperar a otra ocasión. Al fin y al cabo, ella vivía con un hombre.

Cuando Irina se despertó la luz del sol entraba por la ventana inundando el dormitorio. François, su marido, aún dormía desnudo, boca abajo, plácidamente, ignorante de la erupción y el terremoto que éstaba teniendo lugar en el mundo de su esposa. Cuando Céline llegó a casa la noche anterior hacía poco que él se había acostado. Ella se metió en la cama y le buscó. Hicieron el amor, ella se apretaba contra él con ansia, con desesperación, liba tan deprisa que costaba seguirla, pedía tanta pasión y tanta entrega que él no alcanzaba a explicárselo. Cuando finalmente cayeron derrotados sobre las sábanas él le preguntó si estaba bien, si le ocurría algo. "Sí, estoy bien mi amor" fue todo lo que ella alcanzó a contestar.

Por la mañana Céline se había ido y su lugar lo había ocupado Irina. No hacía más que pensar que en el último encuentro amoroso con su marido. En lugar de estar con François su mente había estado con Rubén.


sábado, 25 de agosto de 2012

Los niños con los niños, las niñas con las niñas

Cuando yo era niño, que es más ó menos cuando transcurre la primera o segunda temporada de "Cuéntame cómo pasó" la educación en Españistán era segregada a partir de los ocho años lo que viene a significar que a tan tierna edad los niños éramos separados de las niñas en las aulas. Esto obedecía al noble deseo de impedir que las niñas, instigadoras por naturaleza de la conducta pecaminosa en los inocentes e incontinentes varones, llevasen a término sus pérfidas intenciones echando así a perder nuestra virtud, natural nobleza de espíritu, nuestro futuro y, lo que es peor, nuestra alma inmortal. Esto procedía de la doctrina y el buen consejo de los representantes de la Santa Madre Iglesia, que tanto tantísimo tenían que decir en aquel entonces en todos los temas sociales en general y en la educación en particular y cuya opinión y consejo eran muy respetados excepto cuando algún despistado pedía clemencia para un condenado a muerte o en general para cualquier reo de lo que fuese; la piedad era una cosa muy mal vista en el Españistán de entonces que por otra parte siempre ha sido más de vengarse que de redimir.

Yo fui a un colegio privado hasta los ocho años porque el estado no era capaz de darnos plazas públicas a todos visto el afán reproductor que se había apoderado de los españistanos a partir de 1959,  furor que se veía notoriamente reforzado por el hecho de que los preservativos fuesen material de contrabando y que su comercialización, tenencia y disfrute fuesen tan perseguidos como en nuestros días lo es la cocaína, no digamos ya las píldoras anticonceptivas. En mi colegio privado, infantes de ambos sexos compartíamos aulas y patio sin que se hubiese registrado nunca un ataque sexual. Eso sí, los varoncitos debíamos abandonar la escuela a la edad de siete años, tras cursar el 2º curso de la Educación General Básica, por imperativo legal. Mi padre, poco amigo de pagar por lo que consideraba un derecho civil, buscaba denodadamente plaza en un colegio público para sus tres hijos, entonces éramos tres, tarea que no resultaba en absoluto fácil. Mira tú por donde fue a suceder que ese año la Conferencia Episcopal decidió que todavía había margen de seguridad para mantener juntos a niños y a niñas (quizás algún miembro del gobierno solicitase a sus eminencias que ante la carencia de plazas escolares reconsiderasen mínimamente su postura, todo puede ser) con lo cual se amplió la edad de cohabitación aumentando así el riesgo de  orgías sodomitas en las escuelas primarias. Así fue como me vi yo cursando todo un año de EGB, el tercer curso, en una clase en la que todos mis compañeros eran realidad compañeras. A pesar de eso aún transcurrieron unos cuantos años hasta que me "jalé el primer sazi" que diría aquel.

Después de mi experiencia como niña ya pasé a un colegio público, bien bizarro y viril él, donde viví episodios bastante irrepetibles tales como el compañero que se masturbaba en clase, la redacción del Primero de Abril (conmemoración de la victoria de los insurgentes en la guerra civil de 1936-39, para los que no anden puestos en historia), los profesores de 70 años contando batallitas de la guerra, el retrato de Franco a la derecha del crucifijo que en lugar de ser desplazado por el del rey pasó a ser acompañado por este en previsión de una inopinada resurrección del primero y tantos otros entrañables momentos que ya relataré algún día o no, según me de. Mi colegio público, que por cierto sigue operativo, estaba dividido en dos secciones, una para niños y otra para niñas. En realidad eran dos colegios en imagen especular que se ubicaban en dos módulos unidos por un pasillo central. La parte de niños tenía un director y maestros, con la honrosa excepción de la señora Botey que se ocupaba de un grupo del jardín de infancia; la sección de niñas tenía una directora y maestras sin honrosas excepciones porque el jardín de infancia nunca fue cosa de hombres. Teníamos alguna instalación común: el gimnasio, que no suponía problema alguno porque no se utilizaba,  la biblioteca, que otro tanto y el patio, arenal en el buen tiempo y barrizal en época de lluvias, que ese sí que era problemático porque sí que se utilizaba. Para prevenir el pecado, la institución desplegaba un equipo de celadoras muy profesionales que aseguraban que niños y niñas no pudiésemos acercarnos a menos de 15 metros unos de otros. Satanás no descansa, los siervos del Señor tampoco.

Ayer me desperté con la noticia de que un tribunal, el Supremo creo, ha dicho que el estado no debe pagar concierto a los colegios que practican la segregación por sexos. Supongo que a los chicos del Opus Dei les habrá dado un vuelco el corazón porque sus colegios son así. Tiempo le ha faltado al señor Ministro de Educación, señor Wert, para decir que se pasa la sentencia del Supremo por el forro de los cojones y que él va a seguir pagándoles sus veleidades educativas a los señores de La Obra y especies asociadas. No eran estas las palabras pero sí el sentido de lo que ha dicho. Esta mañana Esperanza Aguirre ha dado exactamente el mismo mensaje porque para cojones los de ella.

Dejando a un lado lo abominable que me parece eso de los con los niños y las niñas con las niñas, creo que la Constitución Española dice que todos somos iguales en derechos y obligaciones - la constitución es una cosa muy teórica como es bien sabido- y me parece que el dinero público no debe servir para apoyar modelos educativos contrarios a la ley de leyes. Como es natural, las radios de derechas han salido en defensa de Wert y en contra de la sentencia diciendo que la misma es contraria a la libertad de elección de centro por parte de los padres. Digo yo que no se está prohibiendo la existencia de nada, simplemente se trata de que, el que quiera fruslerías, que se las pague él mismo. Luego un tipo al que conozco y que no es ni fachoso ni perroflauta me ha comentado que a él no le parecía mal en tanto en cuanto tuviesen los mismos derechos de subvención tanto los colegios masculinos como los femeninos. Bueno, igual tiene razón pero a mi no me acaba de convencer...

Por cierto, hay un enlace con una bonita canción de la época. Fijarse en las pintas de Giorgio Aressu y en el detalle de que la pareja de negros del Ballet Zoom tienden a bailar juntos, la cosa de la segregación.


El ministro Wert y sus santos cojones

domingo, 19 de agosto de 2012

Bragas

Cuando era mozo iba de vez en cuando a un local de mi ciudad que se llamaba "El Rincón del Arte Nuevo", un garito de la calle Segovia donde actuaban cantautores en un escenario minúsculo. Un antro de progres asquerosos, que diría uno que yo me sé. Había una pareja de cantantes, Miguel Vigil y Javier Batanero, que a mí me parcían buenísimos pero que tuvieron escaso éxito en ese campo. Más tarde se les vió en un grupo humorístico-musical que se llamaba Académica Palanca y Javier Batanero alcanzó cierto éxito como actor llegando a estar nominado para un Goya como actor revelación en 2001 por su papel en "Leo", si bien no recuerdo si la película estaba ambientada o no en la Guerra Civil Española. No sé qué ha sido de ellos. La anécdota viene al hilo de una canción de Javier Batanero que hablaba de un algo que tenemos los hombres que nos hace jugar toda nuestra vida y que en un verso decía:

juego a ver braguitas y acertar el color

Me hacía gracia porque efectivamente el juego existe, todos lo jugamos. Todos y todas, nosotros jugamos a ver braguitas y acertar el color y ellas juegan a "no me las vas a ver". De momento juraría que vamos ganando nosotros. Las mujeres son muy ineficientes en cuanto a eso. Mira que intentan poner medios pero antes o después se les acaban por ver las bragas a casi todas, princesas de Asturias incluidas, si bien es cierto que van buscándose todo tipo de estrategias y que cada vez lo ponen más difícil. Entre estas añagazas que las féminas articulan para hurtarnos sus encantos las hay estupendas y las hay odiosas. Entre las estupendas está aquel artilugio al que llaman "tanga" y que no sé quién ni cuando lo inventó pero hay que admitir que estuvo sembrado ese día. Respecto de los chungos, ahí sí que hay inventiva y participación del I+D. Algunas simpáticas seguidoras de este mi humilde blog lo llamaron en algún momento "bragas cómodas", eufemismo que viene a identificar esas bragas que en alguna ocasión llegan a confundirse con camisetas y que nada de lo que sugieren es sensual ni divertido por más que pueda eventualmente ser gracioso. De entre estos inventos siniestros cabe destacar uno particularmente odioso, reciente descubrimiento de mi cuñada del que se provee abundantemente en un mercaíllo mu güeno que ella conoce y que consiste en un prenda tan eficaz como falta de gracia y sustancia que para colmo es muy barata y que debe ser más cómoda que la hostia aunque de esto último no puedo dar fe de primera mano. O más adecuadamente de primer culo debiera decir. Eficiente porque efectivamente no se marcan nada, nada, nada. Odiosas porque verlas y querer olvidarlas es todo uno. No contenta con el hallazgo realizado se ha dedicado a hacer proselitismo entre las mujeres de su familia que, por lo menos en la parte que me toca, han acogido el invento con un entusiasmo tan notable como aborrecible. Últimamente esa cosa y una camiseta del Liverpool FC que un día va a salir corriendo ella solita para impedir que su propietario la alcance y se la vuelva a poner son las prendas más utilizadas por mi familia.

En fin, parafraseando a don Luis Mejía:

Aquí vive un don Luis
que vale por lo menos dos.
Pasará aquí algunos meses,
y no trae más intereses
ni se aviene a más empresas
que adorar a las francesas
y reñir con los franceses.

Y quien lo entienda y quiera que se deje llevar por la provocación que suele ser divertido.

No son exactamente así pero vamos, en la línea.

La vida es bella

Me refiero a la película de 1997, protagonizada por Roberto Benigni y que en este momento están pasando en Paramount. La película tuvo en su día un éxito arrollador, recibió los oscar a la mejor banda sonora, al mejor actor y a la mejor película de habla no inglesa. Seguro que muchos recordais al histriónico Benigni caminado sobre las butacas del teatro para aproximarse al escenario y recoger su premio en la ceremonia de entrega de los célebres muñequitos. Y es que las historias de judíos gozan de mucho predicamento y son siempre bien recibidas en Hollywood, y anda que no habrá. Pienso que se deba a que la mitad de la industria del cine está en manos de esa etnia (o lo que sea) contra la que por lo demás no tengo nada, antes al contrario y que vaya por adelantado, que luego todo es hacerse lenguas. Lo primero que se me viene a la cabeza es si habrá alguien en esas latitudes que se indigne y diga que vaya coñazo de películas de judíos como si no hubiera otro tema para hacer películas, del mismo modo que en Españistán se nos indignan los fachas con las películas ambientadas en la guerra civil y dicen que parece que no hubiese otro tema del que hablar.

Por lo demás he de decir que vi la película en su día y que me produjo indignación y angustia en partes alícuotas. Angustia porque me ponía en la piel de aquel tipo en el campo de concentración que lo está pasando fatal para que los asesinos aquellos no le maten al niño, un niño al que hay que esconder y darle de comer, y cuidarlo cuando se enferma, en fin, todo eso que hay que hacer con los niños pero encima en el simpático entorno de un campo de concentración. Me cuesta imaginar situaciones más jodidas que eso. Encima al pobre tipo lo asesinan en el último momento. La indignación procede de que el personal a mi alrededor se ríe cuando ve aquello y mira, yo entiendo que los aspavientos de Benigni puedan resultar un poco cómicos pero vamos, ante semejante argumento se le hiela la sonrisa a cualquiera, digo yo. El personal es que tiene la sensibilidad en el culo...

El tipo que camina delante es el padre del niño. Va camino de que le frían a tiros y lo sabe y todavía tiene el cuajo de montar ese numerito para que el niño no se mosquee y permanezca ignorante del horror en el que vive. La gente se muere de risa viendo esto. No lo entiendo.

miércoles, 15 de agosto de 2012

The far north

En el parnaso de los gilipollas del mundo hay un sillón grande de orejas en un lugar destacado con mi nombre escrito en él. ¿Por qué digo esto? Pues porque se supone que estoy en periodo vacacional, con el añadido de que hoy 15 de agosto es festivo en España y sin embargo aquí me tienes, en Copenhague currando como prostituta por cuaresma. En fin, como además de imbécil procuro ser positivo trato de sacarle partido a la situación y con esa finalidad me fui ayer a dar una vuelta por la ciudad que en esta época del año está reventona. Es cierto, yo había estado ya alguna vez en Copenhague, la última en febrero, creo que fue, y básicamente me pareció un bodrio. Se me pasó por alto que aquí, en el lejano norte, el invierno triste y frio de noches interminables cede su lugar a un verano luminoso (los días pueden llegar a durar como 20 horas) y los huidizos norteños asoman de sus madrigueras con desesperación solar.

Estuve paseándome la ciudad. Me recorrí una calle peatonal que tienen bastante larga y animada, estuve en una zona que se llama Nyhaven, que tengo para mí que significa algo así como "el puerto nuevo", vi el palacio de la reina con unos soldaditos muy pintones que hacen guardia en la puerta y que pasean con los brazos cruzados y me di una vuelta por el parque Churchill, sir Winston, donde celebran lo mucho que los ingleses hicieron por ellos cuando sus molestos vecinos del sur decidieron que les venía bien el solar, allá por los años cuarenta.

Copenhague está muy animado estos días. Vi un pase de modelos en una plaza muy principal. Me estaba alegrando el hecho de que, al contrario que en Buenos Aires, no hubiese un goteo continuo de gente ofreciéndome señoritas expectaculares a buen precio cuando caí en la cuenta de que me encontraba en medio de una fiesta gay. Entonces observé que se me aproximaba un individuo de considerables dimensiones, más alto que yo y de similar anchura, emitiendo feromonas con aspersor por lo que decidí poner tierra por medio. Debe ser para compensar, o no, pero el caso es que Copenhague está lleno de tías buenísimas, están tan buenorras que debe hasta dolerles. Además van todas estiradas, en sentido literal, creo yo que para captar la mayor cantidad posible de sol. La ciudad está limpísima y todo el mundo es educadísimo y respetuosísimo. Y además todo es muy seguro como demostraba el hecho de que una joven dinamarquesa se levantase de su mesa en una terraza en la calle para ir a servirse a un bufé dejando el bolso visiblemente abandonado sobre la mesa. Cuando lo he visto he pensado que a estos en España los deben brear pero aquí ya ves, nadie coge nada que no sea suyo.

También hay chungos por aquí. Básicamente todo es carísimo y es así por los impuestos. Además de los impuestos especiales a los que todos los europeos estamos acostumbrados, aquí hay impuestos especiales sobre las grasas - el aceite es un producto prohibitivo- sobre los dulces, sobre las harinas refinadas... La gasolina está a más de 2 €/L y el alcohol es algo intratable. Salir a cenar a un restaurante es carísimo, dejarse 50 € por persona en una pizzería es bastante fácil y me han contado que un perrito caliente para el niño se te pone en euros diez. Estupenda ciudad para pasear y estar en casa. Eso sí, el sueldo medio anda por los 4000 dólares al mes después de impuestos (que rondan el 60% según me cuentan).

El idioma de los dinamarqueses es una mierda. Una especie de alemán todavía más incomprensible que el original que además está lleno de caracteres extraños. Pero no importa porque todo, todo el mundo habla inglés de puta madre. Con acento británico.

En fin, bonito parece muy bonito pero seguro que vivir aquí es desesperante en muchos aspectos, tal y como viene ocurriendo en general en la vieja Europa. Mañana me vuelvo a Madrid a continuar disfrutando de nuestras miserias.


Danesa, mujer, guapa soldado y además princesa. No le falta de nada.

lunes, 13 de agosto de 2012

El amante sevillano

Precisamente se le tenía que ocurrir esto hoy... Si es que no se puede ser más inoportuno. Estos y otros pensamientos bullían en su cabeza mientras, desnuda en la cama, miraba el resplandor de la luz que entraba de la calle. Su cabeza era un hervidero, mil ideas por segundo que iban y venían y que no le dejaban conciliar el sueño. Él, tumbado a su lado, dormía plácida y profundamente. Desde que dejó de fumar roncaba menos pero aún mantenía una respiración profunda que sugería un animal de gran tamaño. Decidió cerrar los ojos y entregarse a los recuerdos con la esperanza de que así pudiese olvidarse del calor y del ruido del tráfico que de vez en cuando rompía el silencio de la noche en aquella ruidosa calle suya.

Hacía ya algunos meses que Carlos, así se llamaba, había aparecido por el departamento. Era relativamente joven, más que ella seguro y andaba trabajando en un laboratorio dos plantas más arriba de su despacho. Le echó el ojo en el primer seminario que coincidieron pero la cosa no pasó de algún comentario jocoso con Concha, compañera de fatigas. Lo curioso fue constatar que Carlos se hacía el encontradizo y que nunca le faltaba una palabra amable, una mirada cómplice o una sonrisa. El día que Carlos bajó a buscarla para invitarla a un café no se podía creer semejante descaro "¿quién se habrá creído que es este mono?" Ya se había ocupado ella de saber quien era, un investigador de un centro de Sevilla que estaba colaborando con uno de los grupos de la facultad y que andaba pasando unos meses en Madrid para hacer una parte del trabajo común. Además de eso parecía un tipo despreocupado, se le veía en forma y solía tener intervenciones inteligentes en los cafés y comidas de grupo. La verdad es que "el mono" en cuestión tenía cierto encanto y a nadie hace daño un café y un poco de charla.

Además de guapo, Carlos resultó ser divertido y buen conversador con lo que el contacto entre ellos fue haciéndose más habitual y más cercano. Alguna vez se vio asaltada por la ensoñación de tener una aventura con él pero el recuerdo de su marido y sus tres fieras lo disipaba rápidamente. Seguramente las reiteradas y prolongadas ausencias del esposo hacían mella en ella. Los tres niños daban mucho trabajo, tanto más cuando se había propuesto ser una madre ejemplar a la que no se pudiese echar en cara la desatención de su prole. Sin embargo, la tarde que tomando un café él extendió su mano hacia su cara y le retiró el pelo que se le metía en la boca rozando suavemente su mejilla con los dedos, ella se supo dueña de la situación. Un par de días más tarde, con su marido en París por trabajo y los niños en casa de su madre, los dos se fueron a cenar y a tomar una copa y finalmente a la cama.

Cuando le contó a Concha lo que había hecho sentía una mezcla de satisfacción y culpa. Satisfecha por haber despertado el interés de aquel hombre atractivo, siendo como era, una madre de familia. Precisamente esta era la razón de que también se sintiese culpable.

Cuando volvieron a encontrarse ella decidió hacer como si nada hubiese ocurrido. El se comportó de la misma manera lo cual no dejó de causar en ella una sensación punzante y una cierta frustración. "Eres idiota, ¿qué te habías pensado?" Sin embargo, al caer la tarde, cuando apenas quedaba nadie en el centro, el se presentó en la puerta de su despacho con una rosa blanca en la mano y una sonrisa en la cara.

- Venía a darte las gracias. Fue una noche maravillosa y no veo el momento de repetirla.

Y así, poco a poco, con la complicidad de su madre que no preguntaba porque prefería no saber y con las ausencias repetidas de su esposo, las cosas se fueron complicando con Carlos hasta que decidieron que definitivamente se habían enamorado.

Carlos era soltero pero ella tenía unas cuantas cosas que solucionar y la primera era contárselo a su pareja. Eligió el día para decírselo teniendo en cuenta el calendario de viajes de él. Que sea cuando le toque estar unos cuantos días en Madrid, para que no parezca una puñalada por la espalda. Aunque convencida de lo que hacía se sentía nerviosa, una no acaba con veinte años de matrimonio todos los días. Había despachado a los niños toda la semana. Decidió que el miércoles era el mejor momento. No se aguantaba en el despacho, se fue temprano, comió con Concha y y después se fue sola al cine a matar el tiempo aunque apenas se enteró de la película. Tenía trazado un plan perfecto, llegaría a casa y le esperaría en el salón. Le ofrecería una güisqui y le soltaría la noticia sin más, sin circunloquios ni metáforas. "Nuestra relación como pareja está terminada, hay otra persona en mi vida y sería absurdo ignorarlo y mirar para otro lado". Sí, eso era exactamente lo que le iba a decir. Al fin y al cabo él se llenaba la boca diciendo que sólo había que confesar las relaciones serias. Seguro que lo hacía para ocultar alguna aventura.

Los objetos y las circunstancias parecen tener vida propia en ocasiones y comportarse de manera completamente diferente a la que se desea. Cuando llegó a casa e introdujo la llave en la cerradura se encontró que su marido ya había llegado. Le vio sentado en el sofá, sin chaqueta ni corbata y con el güisqui ya servido.

- Rubén, ¡qué pronto has llegado hoy! fue todo lo que acertó a decir en su repentino desconcierto.

Después de aquello todo fue un desastre. Empezó a hablar pero por más que quiso ir al tema que traía preparado no fue capaz de decir más que de ligerezas, comentar alguna noticia oída en la radio, la conversación telefónica con los niños... Rubén por su parte tampoco parecía muy inspirado, andaba como agarrotado y poco hablador. Finalmente sugirió ir a cenar al japonés, acaso allí se aclarase su cabeza y fuese capaz de decir lo que había decidido decir aquella tarde.

No hubo manera. El tiempo pasó y la conversación se fue apagando. Cada vez que miraba a los ojos de Rubén se sentía cruel ¿cómo hacer aquello? ¿cómo machacarle así? El colmo fue cuando Rubén le tendió un paquete primorosamente envuelto. Lo abrió con cuidado y se encontró un estuche que contenía un colgante bonito y caro adquirido en una joyería de Serrano.

- ¿Y esto por qué? preguntó intrigada y sorprendida.
- Porque te quiero mucho, contestó Rubén

Al llegar a casa Rubén la abrazó, se besaron en el camino al dormitorio e hicieron el amor. No se pudo concentrar y no pudo evitar la sensación de estar haciendo aquello por compromiso. Ni asomo de las sensaciones que le producía el sexo con Carlos.

Ahora Rubén duerme plácidamente y ella no es capaz de detener el pensamiento. Mañana va a ir a trabajar con unas ojeras terribles.



sábado, 11 de agosto de 2012

La amante rusa

No pudo evitar un sentimiento de ruindad cuando se sorprendió sopesando qué cantidad sería oportuno gastar en la joya con que había decidido dulcificar la noticia que tenía que darle a su esposa. Nunca había entendido ese gusto que las mujeres mostraban por las joyas, al menos las mujeres que él conocía. Finalmente las joyas no dejaban de ser pedacitos de metal con cristalitos engarzados. Estéticamente podían ser agradables pero no como para justificar semejantes precios. Rubén siempre había sido un tipo práctico y sólo encontraba valor en aquello que uno podía ponerse encima o sobre lo que podía caerse muerto, no en los adornos. Además de práctico era poco amigo de falsedades, dobleces y dobles vidas y cuando la historia con Irina fue a más no tardó en llegar a la conclusión de que debía ser honrado y contárselo a su mujer. "Y que sea lo que Dios quiera" se había dicho tras sopesar el trauma que supondría soltar semejante bomba en su pequeño universo, lo mucho que incomodaría a sus padres, el disgusto para sus suegros con los que siempre mantuvo una excelente realación, el trauma para sus hijos y sobre todo el dolor y el sufrimiento que le tenía que causar a su mujer.

Ruín o no, le pareció que pagar tres mil euros por un colgante de oro blanco con un diamante engarzado era más que suficiente. Al fin y al cabo no iba sino a cumplir con el acuerdo tácito que tenía con Susana y que básicamente consistía en no decirse nada si había escarcéos eventuales y aventuras extramatrimoniales sin más pero ser valientes y dar la cara en el caso de que el amor hacia un tercero o tercera entrase en el tablero de juego. Era una cuestión de respeto, nada más triste que un marido o una esposa que ignora durante años que su pareja convive con alguien más y que mantiene el matrimonio por conveniencia o por lástima. Así pues se disponía de alguna manera a serle fiel a su mujer, a la que quería verdaderamente, pasando el trago amargo de confesarle la verdad.

La tercera de la historia era Irina, Irina Feodorovna, una ingeniera nacida cerca de Moscú hacía treina y tres años a la que conocía de la oficina de su compañía en París, que desde hacía unos meses frecuentaba por razones profesionales. Irina era alta, muy, muy rubia, delgada, con cuerpo de bailarina y unos hermosos ojos de color azul, casi gris, en los que se perdía cada vez que estaba a su lado. No hace tanto en realidad que Irina y Rubén se conocieron. Ella, casada con un francés, residía en París desde hacía bastantes años y era nueva en la empresa para la que trabajaba Rubén. Habían coincidido por motivos laborales pero la química entre ellos no tardó en surgir. Empezaron compartiendo maratonianas sesiones de trabajo, más adelante comidas, alguna cena y por fin la cama. Rubén no se lo podía creer, aquel pivón, quince años más joven que él, tan exótica, tan diferente, tan guapa... Los viajes a París que tenían lugar un par de veces al mes incrementaron su frecuencia y duración, cualquier motivo era bueno. Volvía a casa con un cierto sentimiento de culpa porque se sentía mal con respecto a Susana, su esposa. Al principio no le dijo nada porque pensó que era pasajero pero finalmente tuvo que reconocer que no, que se estaba enamorando como un colegial, que le habían empezado a dar igual el piso de Madrid, los veinte años de convivencia, los tres hijos, los suegros y el perro y que a su madre ya se le pasría el disgusto. Además Irina se confesaba perdidamente enamorada de él y estaba dispuesta a abandonar a su marido por quien no parecía sentir demasiado aprecio.

El miércoles era el día elegido, los niños estaban pasando unos días con sus abuelos y Susana andaba con menos trabajo porque no había clases en la universidad en aquella época. Reservó habitación en un hotel del centro donde esperaba pasar la noche tras comunicar a su mujer lo que había, salió temprano de la oficina y se dirigió a la joyería de la calle Serrano que tanto gustaba a su mujer. Hizo su inversión, subió al coche y se dirigió a su casa. Coche en el garaje, respira hondo, saca la llave del bolsillo, la introduce en el bombín, gira ¡dos vueltas! y entra. ¡Vaya! Susana no ha vuelto todavía. Este suceso inesperado ponía las cosas más complicadas. Frecuentemente la realidad se obstina en fastidiar los planes que nuestra imaginación traza con tanta soltura.

Se sirvió un güisqui, se deshizo de chaqueta y corbata y se sentó delante del televisor a prestar atención a la programación al objeto de no tener que pensar.Habrían pasado unos cuarenta minutos cuando se escuchó la llave de la puerta y entró Susana.

- Rubén, ¡qué pronto has llegado hoy!

Así se inició una conversación sin sustancia y de medias mentiras en la que Rubén se devanaba los sesos para llegar al tema del que desaba, había decidido, hablar esa noche. Susana por su parte hablaba de temas livianos, de la conversación telefónica con los chicos, del calor que estaba haciendo en Madrid, de noticias de prensa... En un momento dado surgió la idea de salir a cenar aprovechando que estaban solos. El sushi terminó de enfriar los buenos propósitos de Rubén que a los postres miró a los ojos a Susana y le dijo "te he traido algo" y le tendió el paquete que había traído de la joyería. Susana abrió mucho los ojos, desempaquetó el colgante y le preguntó:

- ¿Y esto por qué?

- Porque te quiero mucho- contestó Rubén mientras sentía como se diluía lo poco que a aquellas alturas quedaba de sus buenos propósitos.

Aquella noche hicieron el amor y una habitación de un hotel del centro de Madrid permaneció vacía hasta el amanecer y más allá.