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martes, 2 de octubre de 2012

Viajero rico, viajero pobre

He estado de viaje, qué novedad. El viaje era a Buenos Aires, la novena vez este año, ya me vacilan las del control de pasaportes cuando me ponen el sello. ¿Dónde están entonces el interés y la moraleja de esta historia? Pues en que la Iberia, sin que sirva de precedente, me hizo eso que llaman un upgrade y me cambió mi humilde asiento de turista por un lujosísimo asiento de Business Class Plus, ahi es nada. La cosa sucedó así:

Era lunes y el vuelo salía a las doce y media del medio día. Había quedado con un compañero que venía conmigo en el viaje por lo que me dejé caer por el aeropuerto más temprano de lo habitual en estos casos que suele ser con la hora pegada al culo. Los dos teníamos asientos horribles de esos de "al fondo queda sitio". En realidad el suyo era notablemente más horrible que el mío porque cometió la torpeza de no hacer el checking en el ordenador y le dieron lo que quedaba, fila 49, en el grupo central de cuatro asientos, sin salida al pasillo. Es lo que te dan en los aviones porque no te dejan viajar cómodamente en la bodega si no eres perro. En el momento del embarque le dije aquello de "vente por aquí que nosotros entramos primero porque vamos atrás y nos llaman antes" pero resulta que entre sus infinitos defectos cuenta mi colega con el de ser una persona educada y respetuosa con el prójimo con lo que la masa histérica que intentaba acceder al avión desesperadamente cual si escapase de Saigón sitiado por el Viet-Kong, lo deglutió sin piedad y lo perdí de vista. Así es que llego solo ante la individua que controla la entrada, le tiendo mi billete, lo pasa por el cirulillo del control y suena un "trilurí" muy raro. No imaginaba yo que esa era la musiquilla del pleno que me acababa de tocar. "Le han asigando otro asiento señor, viaja usted en el 3J", mensaje que comprendí inmediatamente porque tengo el culo pelao de tanto viajar en avión. "Puede pasar por ese otro pasillo que llegará usted directamente".

Iberia es una compañía que se encuentra en pleno proceso de harakiri. En su caso consiste en poner los billetes de turista exageradamente caros y los de business class a precios de ciencia-ficción. Es por eso que ya había yo renunciado a toda esperanza de hacer uso de tal cosa y que igualmente me preguntaba que te harían en la tal clase que justificase semejante pastizal. En fin, llegué allí y me senté en un asiento con tantos controles como la cabina del piloto y con 1,88 m de separación con el asiento anterior según rezaba la información adjunta. Pero con eso ya contaba. Lo que me sorprendió verdaderamente fue que ninguna azafata pasaba la cincuentena y lo más pasmoso, ¡eran amables y sonreían! Tan sorprendido estaba que tenía que mirar los logos de la compañía para asegurarme que no me había equivocado de avión. Me acomodé en fin en la lujosa poltrona voladora y me entregué al disfrute de cuantos obsequios me regalaba la sonriente azafata, lo que me condujo a consumir una copa de cava a modo de bienvenida, un plato de ahumados diversos acompañado de un vino de Rueda muy adecuado, una hamburguesa de venado (o cosa así) con un poquito de Rioja y finalmente me ensilé un buiski de doce años. Me chupé además un par de películas y todavía me quedó tiempo para currar (son doce horitas y media de vuelo). Tras la colación me fui a dar una vuelta por turista a saludar a mi colega lo que me permitió mejor ponderar mi buena fortuna.

Cuatro días más tarde me encontraba yo en el abominable aeropuerto de Ezeiza con intención de regresar a mi casa. Después de tragarme una hora y media para pasar la seguridad y la inmigración, me dejé caer por la sala bisnes, esta vez no porque me hubiesen dado el upgrade famoso sino porque a base de cruzar el Atlántico en diagonal ya me han dado una de esas tarjetas de puntos con las que te ganas esa prebenda. La sala bisnes de Iberia del aeropuerto de Buenos Aires es un cuchitril infecto que no dispone ni de aseo. Desde aquí lo digo para que se sepa.

Dos sandwiches y una fanta de naranja después, andaba yo rondando la puerta de embarque con la ilusión de que me volviesen a rebotar a un asiento de la cabecera del avión, igual que a la ida. Mi localidad era un asiento tan al fondo, tan al fondo que ya en la fila central sólo iban dos plazas. Pero no, esta vez no tuve suerte y ocupé el puesto que me correspondía. La suerte en esta ocasión se me redujo a no llevar a nadie en el asiento de al lado lo que me permitió utilizar la lucecilla y el audio de esa butaca porque en la mía no funcionaban los controles.

Me ofrecieron para cenar carne o pasta y una malhumorada azafata me lanzó la cena desde prudente distancia. Tienen puntería las tipas. Elejí la pasta que probé para comprobar que, efectivamente, estaba asquerosa y me limité a alimentarme de pan untado con deliciosa mantequilla marca Ilolay y de galletas saladas pringadas de jugosísimo queso de untar Ilolay. Tenía yo bastante sueño producto de la mucha actividad, el poco dormir y las cinco horas de diferencia entre Buenos Aires y mi pueblo. Tan es así que antes de la cena me quedé en albis y me desperté yo a mi mismo con mi propio ronquido. Tras la frugal colación me ensilé una domidina 25 que me produjo un dormir incómodo y agitado, salpimentado por dolores de piernas espalda y cuello; sé que dormía porque tenía puesta una película y dejé de escucharla. Espero haber roncado bien fuerte para dar ambiente al local si bien no me tiré un pedo porque aún me queda un resquicio de vergüenza torera, no como a otros desahogaos que te cruzas en esos aviones de Dios y que no tienen reparos en practicar la guerra química desde el anonimato contumaz.

Lácteos Ilolay. Existen realmente.