El lunes por la tarde me tocó. Fue una situación como en
aquella película de Jerry Lewis en la que el tipo es el último mono de la
oficialidad en la tripulación de un submarino y por una sucesión de vacaciones
el capitán pasa el mando al segundo, este al que viene después y así hasta
llegar a Jerry quien, con ser el último de la cadena, se tiene que quedar con
el mando en cuestión. Pues algo así me pasó a mí, “el doctor” – nuestro amo y
señor – tenía una reunión en Brasilia a la que no le era posible asistir así es
que le endilgó el marrón a mi jefe quien a su vez tenía otros huevos que freír
en Madrid así es que me pasó la patata caliente a mí y como no era cuestión de
cedérsela a la becaria que es el único ente bípedo que queda por debajo de mi
jerarquía en esta precaria cadena de mando, no me quedó otra que marchar al
país de la samba. Eso sí, conseguí que al menos me facturasen en business lo cual ha sido de gran unción
por, aparte de las razones obvias, el episodio que más adelante relataré.
El viaje de ida lo hice con TAP (Transportes Aereos de Portugal), una compañía pequeña pero aseada que
me ha sorprendido gratamente por su puntualidad que por cierto, ha estado en un
tris de costarme un disgusto. Salí de Madrid para hacer transbordo en Lisboa.
El aeropuerto de Lisboa tiene las indicaciones a juego con las carreteras del
país, es decir, vagas, erróneas y caóticas de manera que para ir de un lugar a
otro hay que echar mano de la estadística. Esto consiste en ver varias
indicaciones, estimar la moda y proceder con el camino elegido. Con esta
técnica y no sin evitar una vueltecilla por la terminal, conseguí llegar al
avionaco que me tenía que transportar al otro lado del Atlántico. Después de 9
horas que me parecieron un suspiro acostumbrado como estoy a volar a Buenos
Aires en el vagón del ganado, llegué a la lamentable Brasilia, esa ciudad
pretendidamente de diseño que se planificó y empezó a construir en los años 60
y que algunas películas del tardofranquismo presentaban como el copón de la
baraja.
Ya en la maniobra de aproximación al aeropuerto me fijé que
las pedanías de la ciudad están ocupadas por una suerte de barriadas en las que
se ven casas con tejados de uralita sin rastro de asfalto entre ellas lo cual
no inspira precisamente tranquilidad. Una vez en el aeropuerto pude comprobar
que Brasil reúne todas las taras de los portugueses enriquecidas con los
aspectos nefandos de América Latina, a saber, desigualdad social brutal, poco o
ningún respeto hacia la vida humana, corrupción galopante y demás tipismos
latinos. El cruce de la frontera fue la primera en la frente. Mira que es una
cosa tonta pasar tu pasaporte por el aparatito ese que los lee y le cuenta al
aduanero si eres delincuente o no y, todo lo más, preguntarte por el motivo del
viaje. Pues no, a mí me tocó contar el motivo del viaje, para quien trabajo,
enseñar el billete de ida, el de vuelta, el resguardo de la reserva del hotel y
dar una tarjeta de visita, la hostia. No fue a mí sólo, se lo hacían a todos
los extranjeros que entrábamos en ese momento en el país, doy fe. Con ello se
consigue en pocos minuto generar una cola espectacular para cruzar la
inmigración que te puede tener retenido como poco una hora. Ni que decir tiene
que el ritmo con que os brasileros trabajan
es el propio de latitudes tropicales: en general mucha prisa no tienen.
Brasilia, la legendaria capital do país da samba es un
bodrio. Hace un calor que te cagas y no hay cuatro estaciones sino dos, la
seca, que es ahora, y la de lluvias. Aparte los selectos suburbios que ya he
mencionado, Brasilia tiene forma de avión. Tal cual. Las indicaciones te mandan
al ala norte o al ala sur, todo está organizado por zonas: zona de hoteles,
zona comercial, zona de ministerios… El cuerpo del avión comienza en el morro
con la zona administrativa que alberga al gobierno federal con todos sus
departamentos. En el cuerpo del avión, que por cierto tiene un tráfico de
mierda, se encuentran una serie de edificios que en su día fueron considerados
de lo más chic pero que a fecha de hoy me han parecido un bodrio. Especial
mención merece la catedral, una especie de alcachofa medio abierta de color
blanco ennegrecido por la acumulación de roña. No pocos edificios me han
recordado a nuestras desarrollistas colmenas de la M-30, debe ser por el
ladrillo visto de color naranja elegantemente salpimentado por detalles en
verde. Delicioso todo, muy recomendable. Por si esto fuera poco, el país me ha
parecido caro, posiblemente un 50% más que España.
Mi reunión estaba convocada inicialmente a las nueve de la mañana
pero la sobrecargada agenda del excelentísimo señor secretario de estado de
salud, tecnología y no sé que más, ha motivado un cambio de horario a las tres
de la tarde con la subsiguiente alteración en mis vuelos, en lugar del directo
Brasilia – Lisboa, me ha tocado ir de Brasilia a Sao Paulo, de allí a Lisboa y
por último de Lisboa a Madrid, ¿verdad que suena divertido? Se lo leí a
Reverte, es costumbre del soldado viejo mirar por donde escapar antes de
meterse en faena. Yo no he pegado un tiro en mi vida, ni ganas, pero sí que
tengo esa costumbre y la modificación de trayecto me ha dado un mal rollo…
En el aeropuerto de Brasilia el check-in es complejo. Los
mostradores son de difícil identificación y no puede uno ir directamente como
en el resto del mundo, primero hay que contarle la vida a una amable pareja –
señorita despampanante y caballero corriente- para que te permitan acceder al
mostrador. Nadie habla inglés, ni la perica, ni el pavo que la acompaña ni por
supuesto la joven de facturación, para qué. Tras una curiosa conversación en
portuñol con algunas palabrejas en inglés, consigo mi tarjeta de embarque para
Sao Paulo pero no la de Lisboa. Bien, me digo, voy al mostrador de TAP y listo
pero ¡ah sorpresa! No hay mostradores de TAP ni nadie en la información de TAP
ni rastro de TAP por ningún lado. Me empiezo a preocupar porque tengo una hora
escasa para el cambio y eso sin tarjeta de embarque es chungo. Los sudores se
anuncian. Previamente he discutido con un gañán que, en lugar de decirme que los
de TAP estaban en clase de samba, me explica que no es posible hacer el
check-in allí. Cansado de explicarle que actualmente el check-in lo puede hacer
uno sentado en el wáter de su casa, decido buscarme la vida, lo que viene a
consistir en conectar el ordenador y, tras interminable espera porque la
velocidad de la red en Brasil es también tropical, consigo hacer el chek-in
electrónico. Obviamente no puedo imprimir nada pero al menos gano el argumento
de que saben que existo en mi vuelo.
Sube la calor y la amenaza de sudores se va materializando
tímidamente. La cosa empeora porque, pese a ser la estación seca, alguien no se
ha debido enterar y empieza a llover auténticamente a mares lo que eleva de
manera considerable la humedad ambiental. Como no podía ser de otra manera voy
vestido de traje lo cual contribuye a que los efectos de los sudores incipientes
sean más demoledores si cabe.
Mi avión sale con retraso, la clase de samba del piloto, que
se ha prolongado hoy un poco más de lo habitual. Llegando a Sao Paulo me doy
cuenta de que llevo el tiempo pegado al culo, tanto más considerando que
necesito una tarjeta de embarque y que lo más probable es que los empleados de
TAP hayan cerrado el garito y se hayan marchado a la sesión de samba. En estas
cavilaciones voy discutiendo conmigo mismo para hacerme entender que soy un
cretino y que lo más que puede ocurrir es que tenga que hacer noche en la
simpática villa de Sao Paulo y salir a la mañana siguiente. Estos razonamientos
se ven truncadas por el pensamiento que me provoca ver las casas que
sobrevolamos a poca altura: “La esperanza de supervivencia de un tipo como yo
en un vecindario como el que se ve ahí abajo debe ser de unos 32 minutos”. No
en vano Sao Paulo es una de las ciudades con más delincuencia del mundo.
Encantador todo.
Salir del avión un triunfo porque voy en la fila 21. Llegar
a la terminal dos porque no hay fingers
en Sao Paulo sino los putos autobusitos. Por fin en la terminal echo a correr,
que lo jodan al traje y a los sudores. Le pregunto a un individuo por los
mostradores de TAP y juraría que me envía a la zona B – estoy en la C. Corro
hasta la zona B. Ni rastro de TAP. Pregunto a una amable señorita que me envía
a la zona D. Corro a la zona D y los sudores empiezan a resbalar por mi espalda
y a empapar mi camisa blanca de gemelos y mi bonita corbata de Roberto Verino
amenazando con dejar el traje de Carolina Herrera reducido a un uniforme de
mendigo. Me da igual, necesito coger ese avión o no sobreviviré más de 32
minutos en esta selva. Por supuesto los de TAP se han ido a la escuela de samba
pero no todos, uno se ha despistado y ronda por el puesto de venta de billetes.
Me abalanzo sobre él que, afortunadamente sí habla inglés (colijo que debe ser
portugués, que son los que hablan idiomas) y le cuento mi patética historia.
“Es que el embarque ya está cerrado”. “Por favor, por favor, por favor, tengo
que coger ese avión, tengo el check-in hecho y además voy en business class” En fin, no sé si fue lo del bisnes o mi cara
de angustia y mi patética presencia de traje sudado y camisa arrugada lo que
ablandó al individuo que cogió la radio y contactó con el avión para que
vinieran a buscarme. Al cabo de un rato apareció un fulano con paso tropical
que tras varios intentos fallidos de conseguirme una tarjeta me hizo
acompañarle a la carrera (le habían espoleado por el walkie) hasta el control
de acceso. Tras una discusión con los guardias consiguió franquearme el paso.
Se incorporó a la comitiva una bella señorita que se coaligó con el tipo que he
mencionado para abreviar trámites y hacerme correr arrastrando la maleta. ¡Y
venga sudores! Paso el control de seguridad donde me hacen sacar el ordenador
de la bolsa, quitarme el cinturón y todo el show completo. Carrera hasta el
control de inmigración que debió resultar frustrante para la funcionaria porque
no le dejaron hacerme ninguna pregunta surreal ni pedirme ningún documento
anodino. Finalmente franqueo la puerta de embarque y, acompañado en todo
momento por la amable señorita que agita la fusta para urgirme, me meto en una
furgoneta que me lleva al pie del avión.
Sudado pero contento me he derrumbado en el asiento, me he
desecho de la chaqueta, de la corbata y de los zapatos y aquí estoy,
escribiendo mis aventuras para solaz y regocijo de familiares, amigos y
conocidos, alguno de los cuales entornará los ojos y se reirá de mi sudor fácil
y de mi cara de angustia. Es bueno viajar en business.
Este es el principio y el fin de Brasil, a la que rascas un poco se acabó el brillo. Si esto son los "BRICS" que nadie se sorprenda el día que el edificio se venga abajo con gran estrépito. |