La piscina de mi casa es bastante normal. Una pileta terciada en una zona ajardinada, con una serie de parasoles estratégicamente distribuídos en los que nos dejamos caer los vecinos co-propietarios y nuestros invitados para refrescarnos, tomar el sol y en fin atender a todas aquellas actividades que hacen más llevadero el estío.
En estas estaba yo esta mañana, con la vista fijada en la apasionante historia que me brinda mi libro electrónico, "El abuelo que saltó por la ventana y se largó" de un tal Jonas Jonasson, fresco del baño reciente y disfrutando de la sombra y el murmullo piscinero que tanta sensación de verano me produce. Con eso y con todo no puede uno evitar bajar de vez en cuando el libro y dar una pasada visual por el personal circundante, con especial atención al personal femenino. Sé que es algo muy reprobado por las mujeres en general pero las hormonas son las hormonas y luchar contra la naturaleza siempre me ha parecido una estupidez, particularmente si el impulso natural no tiene mayores consecuencias. Así me encontraba yo alternando la literatura con la etología cuando he localizado una vecina que ha llamado mi atención. Resultaba bastante pija lo cual no es ninguna novedad ya que una proporción importante de mis vecinos entran en la categoría de los que se compraron un piso y creyeron pasar a una casta superior, pobres bobos. La vi atendiendo afanosamente a tres niños gritones, presumiblemente sus hijos. La chica debe frisar la cuarentena, morena, con buena planta. Me llamó la atención que, al contrario de lo que hacen la mayoría de mis vecinas, esta no se ocultaba detrás de pareos o sayones, antes al contrario, llevaba un bikini marrón de reducidas proporciones que sin embargo no le impedía jugar el papel de madre laboriosa, permanentemente centrada en la atención de sus criaturas. Les atendía en el baño, paseaba con uno colgado sobre la cadera, se ocupaba de que no se sobrexpusieran al sol... agotaba verla. La súper-madre era delgada, pero en el desarrollo de su actividad se ápreciaba una cierta blandura de carnes y especialmente un acúmulo de celulitis sobre los cuartos traseros. Digamos que mi vecina sería una chica de bandera en la liga de las vecinas de la piscina pero que estaría en el furgón de cola de las macizas de manual. Su aspecto y su actitud son los ideales para ser públicamente admirada por sus amistades y vilipendiada por la espalda por las mujeres de su entorno que resaltarán sin duda esas celulitis y esos temblores en los muslos cuando marca el paso con uno de sus vástagos a cuestas. Supuse que mi vecina tiene un marido ausente habitualmente de la casa familiar, con un trabajo muy absorbente al tiempo que muy bien pagado. Se han distribuido así los papeles: él gana dinero a espuertas y ella se ocupa de los niños y la casa. Parte de su papel incluye el mantenerse atractiva pese a las reiteradas maternidades y al paso de los años y como reafirmación personal exhibe su éxito en forma de un culo que los hombres de la comunidad miran de soslayo cuando piensan que sus esposas no les ven y con una manera de desenvolverse que incomoda a estas por su falta de recato. Mi vecina, que no conoce el día a día de su esposo pero le imagina frecuentemente en contacto con mujeres más jóvenes que ella y adornadas por flamantes títulos universitarios y cargos empresariales, se afana por estar guapa para él, por ganar su atención y por resultarle más seductora que todas aquellas con las que diariamente se cruza. Para ello cuida lo que come y lo que bebe, no comete excesos, elige los modelos de su vestuario con cuidado y se empeña en tener la casa perfecta. Mi vecina se desvive por resultar atractiva a los ojos de su marido y no se da cuenta de que resulta atractiva a los ojos de todos los amigos de la urbanización pero ya no a los de su marido. Desde hace algunos años.
Los apacibles domingos en la piscina de mi casa. Encuentra a la vecina. |