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viernes, 14 de septiembre de 2012

Catai


Estoy en China, en Shanghai concretamente. He venido por un mandado de mi señorito. Al principio no me apetecía un carajo pero he de reconocer que estoy disfrutando. Además tengo una sensación que hacía mucho tiempo que no notaba: me siento lejos. Lo cierto es que como distancia, está un poco más cerca de mi casa que Buenos Aires pero como todo es tan diferente, realmente tienes la impresión de estar en otro planeta. Iba a decir que tengo el orgullo de ser la primera generación de Martínez que se deja caer por estos lares pero me he acordado de que mi tía Ana María salió de viaje para acá el otro día así que como es algo mayor que yo y técnicamente corresponde a una generación anterior, he perdido el título.

Como decía he venido por la cosa del bisnes, precedido por una anunciación de gran experto mundial de la hostia puta que trabaja para la compañía. Como puede verse, imaginación no falta en mi empresa. Como pagaban los chinos, me sacaron un billete de business class lo cual me ha reportado no pocas alegrías porque son unas cuantas horas de vuelo. A la ida cené con “Los hombres de negro 3”, después me ensilé una dormidina con la intención de despertarme a tiempo de ver el Desierto de Gobi por la ventanilla y lo que pasó en realidad es que me quedé tieso con “Blancanieves” y me despertaron cuando servían el desayuno. Debí hasta roncar porque soñar, recuerdo que soñaba.

E, la amiga de P, que se había encontrado con la antedicha la mañana del día de mi salida y que tiene experiencia de un viaje a China, me había transmitido unas advertencias. A destacar la de no utilizar ni loco los servicios del aeropuerto, que básicamente consistían en un agujero en el suelo. Como quiera que llegué al aeropuerto de Pu-Dong, que es como se llama el aeropuerto de Shanghai, con mucha necesidad decidí hacer uso de ese servicio pese a recordar la advertencia de E; total lo del agujero el suelo es menos traumático para mí que para una fémina. Lo cierto es que de agujero nada, un aseo estupendo, lujosísimo y tan, tan limpio que no tuve más remedio que extender mis desahogos obrando, no fuese que me retuviesen en inmigración más tiempo del imprescindible. Tampoco fue así, en inmigración me atendió una chinita jovencita y sonriente que debía estar en prácticas y que tardó dos minutitos en sellarme el pasaporte. Lo mismito que el quilombo de Buenos Aires donde te tiras una hora hasta que pasas el puto control.

A la salida me esperaba un chino amabilísimo con mi nombre y el de la compañía en un cartel que me llevó en una furgona de esas de lujo hasta un hotel de la gran puta, más bonito que un San Luís y más lujoso que el wáter de Letizia Ortiz.

La primera noche me mandaron a un comercial chino de la empresa que me sacó a cenar a un auténtico restaurante chino, de una cadena de restaurantes chinos auténticos que es muy popular en China y en el que comí por primera vez en mi vida auténtica comida china. La auténtica comida china recuerda a la comida china de los restaurantes chinos de Europa y América por su apariencia y algo también por su sabor pero la realidad es que los chinos parecen tender a comerse cualquier cosa que no se espabile y se los coma antes a ellos. Eso sí, muy cocinadito y muy condimentado y si no preguntas lo que es mejor para ti.

Los días los he pasado currando así que me los voy a ahorrar. Las noches fueron más divertidas. Eso sí, todos los desplazamientos fueron en unos pedazo de coches que te mueres, sentadito atrás cual Marqués de Santofloro y con un aguerrido chófer chino al volante. A mí esto no me había pasado nunca.

El primer día laboral, segundo de mi estancia, el director de la compañía en China, un belga de Gante que lleva 10 años viviendo aquí (no me extraña viendo cómo vive y comparándolo con el tipo de vida en Flandes que conozco bien), nos ofreció una cena en el restaurante más chic de Shanghai. Se trata de un restaurante entre italiano y francés – por aquí lo europeo lo parte- que se encuentra en una planta elevada de un edificio en el centro, en el barrio que fuese en tiempos la “Concesión Británica”, con unas estupendas vistas al río y al skyline de Shanghai que no es moco de pavo. En la cena estuvimos él y yo y dos chinos a los que despachamos después del postre. Me resultó muy gracioso ver la relación de los chinos con nuestra comida. Para empezar pidieron muchísimas cosas, todas ellas compartidas. Lo más exótico, una pizza que aquí es el copón de la baraja de raro porque la harina de trigo no se estila y el queso y las anchoas en salazón ni te cuento. Descubrí también que los chinos, cuando beben alcohol, en este caso era vino, cada vez que beben tienen que brindar. Yo levanté la copa la primero vez, dijimos un “to the Project and its success” como es debido y bebí pero al poco me percate de que el señor Zhou, que tiene bastante buen saque, cada vez que se trasegaba un copazo tenía que chocar su vaso con los nuestros. Después estuve disfrutando del paisaje urbano y bebiendo margaritas con el untuoso director belga.

No he comentado el tráfico de Shangai, aunque creo que es igual en toda China. Es la cosa más asilvestrada que he visto, peor todavía que en Buenos Aires. Shangai tiene, me dice el señor Zhou, 28 millones de habitantes a lo cual yo contesté “y todos tienen coche, claro”. Sorprendentemente el señor Zhou captó la ironía – sorprendentemente porque su inglés es bastante justito y me llama “misar Arfrera”- y me dijo que no, que sólo el 20% de las familias disponen de ese lujo. Eso significa que en la ciudad se deben mover como un millón y medio de automóviles y más del doble de bicicletas, ciclomotores, patinetes y cualquier medio de transporte con ruedas que pueda uno imaginarse o no. Las rayas del pavimento y las señales de tráfico son algo superfluo y la preferencia de tráfico la marcan el tamaño de tu vehículo y tu desapego a la vida, algo de lo que los chinos parecen ir sobrados. Además a esta gente les gustan los coches grandes y lujosos, cuantos más metros y más caballos mejor. Chrisler, BMW, Audi, Mercedes, Wolkswagen… todos fabrican en Shanghai y los venden como churros. El caso es que la gasolina cuesta como en España pero nada disuade al chino de ir en su haiga. El tráfico rodado se ve asistido por una especie de agentes de tráfico, unos individuos que visten un uniforme caqui, con un silbato como único instrumento disuasorio y a los que conductores  toman por el pito del sereno, nunca mejor dicho; eso sí, los guardias en cuestión completan su labor profiriendo lo que creo, por el tono de voz y la gesticulación, que deben ser insultos atroces a los conductores que hacen lindezas tales como cambios de sentido en avenidas transitadas, ejercicios de marcha atrás con giro en un cruce o salto olímpico de semáforo.

La segunda noche se hizo cargo de mí la chinita Veronique, que es nacida en Hong-Kong y criada en Francia y que habla perfectamente Cantonés, Mandarín, Francés, Inglés y Español, ahí es nada. La chinita Veronique me llevó a un mercadillo al que yo quería ir para comprar algún objeto chino, a ser posible falso. Creo que lo he conseguido porque le compré a la siniestra de mi hija unas zapatillas Converse a euros 10 el par. La chinita Veronique me acompañó por el laberinto aquel, regateó en mi nombre y para colmo pagó los souvenirs (no ella, en nombre de la empresa). Después fuimos a cenar con el señor Zhou y la señora (o señorita, nunca llegué a enterarme) Susan, que eran justamente los chinos con los que había cenado la noche anterior en el restaurante cool del centro. Esta vez no estaba el belga. El señor Zhou me anunció que íbamos a tomar una auténtica cena china y a fe que fue así.

Para empezar, el restaurante era un edificio de cuatro plantas, cada una de las cuales daba para albergar una boda real. A nosotros nos metieron en un reservado de la cuarta. Pidieron para cenar una cantidad interminable de cosas variadísimas y rarísimas, en general menos apetecibles a la  vista que lo que ponen en los chinos de España. De hecho lo único reconocible era un pescado que resultó muy suave y grato de sabor, que bien podría pasar por merluza. Los chinos lo mezclan todo, dulce con salado, platos de pescado con platos de carne y mucho tofu. Entre otras cosas sirvieron un plato de medusa. En la vida se me ocurrió que la medusa fuese comestible y la verdad es que muy comestible no me pareció, no. Para beber me sirvieron té, té verde muy suave y por supuesto sin azúcar. A mí el té es una cosa que me da un poco de repeluco pero no estaba dispuesto a dar la nota, así es que me tragué taza y media sin rechistar. Sin embargo el señor Zhou quería halagarme y me sorprendió pidiendo una botella de vino chino. Pensé que sería un tintorro tipo El tío de la bota pero qué va, sin ser para tirar cohetes era razonablemente digno, un cabernet-sauvignon 100% fabricado en china, con su etiqueta en chino. Los putos chinos han aprendido a fabricar vino ¡Dios en qué nos estamos quedando los europeos!

Una gracieta china es solazarse con la torpeza de los occidentales a la hora de manejar los palillos y siempre te piden unos cubiertos occidentales para el forastero. Yo sin embargo no me despeiné y comí con palillos como un señor, algo más torpe que ellos pero no tiré de cubiertos ni una vez. Analizando el tema he llegado a la conclusión de que una de las grandes dificultades que tenemos para utilizar los palillos con soltura, una vez superada la obvia de coger aquella cosa con una mínima coherencia, es que como occidentales insistimos en mantener una cierta etiqueta en la mesa y en china no es así. Por ejemplo, has conseguido coger con tus palillos una escurridiza lámina de seta china pero la muy cabrona se te está escapando. Si te comportas como un bobo occidental la seta se escurrirá de los palillos y volverá al plato o cuenco del que con tanto esfuerzo conseguiste sacarla. Sin embargo, si eres chino, acercarás la boca a los palillos – y no al revés- hasta prácticamente meter la cara en el plato o cuenco y aplicarás una sonora succión que provoque el vacío suficiente como para contrarrestar el efecto de la pérfida fuerza de gravedad que intenta devolver la seta al cuenco. Los chinos al comer sorben, derraman, hacen ruido e incluso no se privan de soltar algún provechito ocasional. A la agradable chinita Veronique, que tiene doble nacionalidad, le vi hacer todo esto con la afortunada excepción del eructo porque de haber sido así en lugar de referirme a ella como la chinita Veronique la nombraría la “guarra aquella”. Es que no soporto los eructos. Con todo, conseguí comerme la comida con los palillos sin sorber, sin apenas derramar nada, por supuesto sin eructar e incluso fui capaz de tragarme dos pedacitos de medusa conteniendo las arcadas que me estaban entrando merced a la degustación de manjar tan exquisito y selecto.

Ya me estoy marchando de china y no creo que vuelva, por lo menos este año. Imagino que la próxima vez no será tan divertido porque nos tendremos más vistos y se habrá pasado la novedad pero bueno, no me quejo.
 
El Skyline de Shanghai visto desde el restaurante chic.

3 comentarios:

  1. Por motivos que no vienen al caso, durante cierto tiempo mantuve cierta relación con China y son dos cosas las que no soporto y me ponen de los nervios.
    1.- Esa permanente sonrisa en los labios, que dan ganas que preguntarle ¿De qué c.... se sonrien?
    2.- Esa manía asquerosa de escupir a todas horas.
    China,pse, pse. Se lo dice una enomorada de Asia.

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  2. Yo es que no tengo contrapunto asiático y no puedo comparar. Escupir no les vi pero sí que me lo ha dicho más gente, qué asco.

    Lo de la sonrisa idota lo achaco a que no se enteran de nada y en cualquier caso van a hacer lo que les parezca a ellos con independencia de lo que les digas.

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  3. Didáctica experiencia !!
    Yo no he ido a China ni conozco a ningún chin@, pero trabajé (hace muchos años) en un banco japonés. Por lo que cuentas, los japos cuando comen son idénticos a los chinos. Algo cerdos, vamos !! ni que lleven traje ni sean de la jet-set oriental. Recuerdo la primera vez que comí con ellos en un auténtico restaurante japonés de lo más cutre, cuando aún no estaban de moda, pensé que parecían rumiantes, el ruido que hacían al comer era como el que hace una vaca; y también se llevaban el cuenco a la cara como tu explicas y, durante la comida, iban dejando el rastro sonoro de cuán bien les estaba sentando. Alguien me contó que eso lo hacían para expresar cuanto les gustaba la comida ..... excusas !!! con lo fácil que es felicitar al cocinero.
    Gina

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