Estoy en China, en Shanghai concretamente. He venido por un
mandado de mi señorito. Al principio no me apetecía un carajo pero he de
reconocer que estoy disfrutando. Además tengo una sensación que hacía mucho
tiempo que no notaba: me siento lejos. Lo cierto es que como distancia, está un
poco más cerca de mi casa que Buenos Aires pero como todo es tan diferente,
realmente tienes la impresión de estar en otro planeta. Iba a decir que tengo
el orgullo de ser la primera generación de Martínez que se deja caer por estos
lares pero me he acordado de que mi tía Ana María salió de viaje para acá el
otro día así que como es algo mayor que yo y técnicamente corresponde a una
generación anterior, he perdido el título.
Como decía he venido por la cosa del bisnes, precedido por una anunciación de gran experto mundial de la
hostia puta que trabaja para la compañía. Como puede verse, imaginación no
falta en mi empresa. Como pagaban los chinos, me sacaron un billete de business class lo cual me ha reportado
no pocas alegrías porque son unas cuantas horas de vuelo. A la ida cené con
“Los hombres de negro 3”, después me ensilé una dormidina con la intención de
despertarme a tiempo de ver el Desierto de Gobi por la ventanilla y lo que pasó
en realidad es que me quedé tieso con “Blancanieves” y me despertaron cuando
servían el desayuno. Debí hasta roncar porque soñar, recuerdo que soñaba.
E, la amiga de P, que se había encontrado con la antedicha
la mañana del día de mi salida y que tiene experiencia de un viaje a China, me
había transmitido unas advertencias. A destacar la de no utilizar ni loco los
servicios del aeropuerto, que básicamente consistían en un agujero en el suelo.
Como quiera que llegué al aeropuerto de Pu-Dong, que es como se llama el
aeropuerto de Shanghai, con mucha necesidad decidí hacer uso de ese servicio
pese a recordar la advertencia de E; total lo del agujero el suelo es menos
traumático para mí que para una fémina. Lo cierto es que de agujero nada, un
aseo estupendo, lujosísimo y tan, tan limpio que no tuve más remedio que
extender mis desahogos obrando, no fuese que me retuviesen en inmigración más
tiempo del imprescindible. Tampoco fue así, en inmigración me atendió una
chinita jovencita y sonriente que debía estar en prácticas y que tardó dos minutitos
en sellarme el pasaporte. Lo mismito que el quilombo de Buenos Aires donde te
tiras una hora hasta que pasas el puto control.
A la salida me esperaba un chino amabilísimo con mi nombre y
el de la compañía en un cartel que me llevó en una furgona de esas de lujo
hasta un hotel de la gran puta, más bonito que un San Luís y más lujoso que el
wáter de Letizia Ortiz.
La primera noche me mandaron a un comercial chino de la
empresa que me sacó a cenar a un auténtico restaurante chino, de una cadena de
restaurantes chinos auténticos que es muy popular en China y en el que comí por
primera vez en mi vida auténtica comida china. La auténtica comida china
recuerda a la comida china de los restaurantes chinos de Europa y América por
su apariencia y algo también por su sabor pero la realidad es que los chinos
parecen tender a comerse cualquier cosa que no se espabile y se los coma antes
a ellos. Eso sí, muy cocinadito y muy condimentado y si no preguntas lo que es
mejor para ti.
Los días los he pasado currando así que me los voy a
ahorrar. Las noches fueron más divertidas. Eso sí, todos los desplazamientos
fueron en unos pedazo de coches que te mueres, sentadito atrás cual Marqués de
Santofloro y con un aguerrido chófer chino al volante. A mí esto no me había
pasado nunca.
El primer día laboral, segundo de mi estancia, el director
de la compañía en China, un belga de Gante que lleva 10 años viviendo aquí (no
me extraña viendo cómo vive y comparándolo con el tipo de vida en Flandes que
conozco bien), nos ofreció una cena en el restaurante más chic de Shanghai. Se
trata de un restaurante entre italiano y francés – por aquí lo europeo lo
parte- que se encuentra en una planta elevada de un edificio en el centro, en
el barrio que fuese en tiempos la “Concesión Británica”, con unas estupendas
vistas al río y al skyline de
Shanghai que no es moco de pavo. En la cena estuvimos él y yo y dos chinos a
los que despachamos después del postre. Me resultó muy gracioso ver la relación
de los chinos con nuestra comida. Para empezar pidieron muchísimas cosas, todas
ellas compartidas. Lo más exótico, una pizza que aquí es el copón de la baraja
de raro porque la harina de trigo no se estila y el queso y las anchoas en
salazón ni te cuento. Descubrí también que los chinos, cuando beben alcohol, en
este caso era vino, cada vez que beben tienen que brindar. Yo levanté la copa
la primero vez, dijimos un “to the
Project and its success” como es debido y bebí pero al poco me percate de
que el señor Zhou, que tiene bastante buen saque, cada vez que se trasegaba un
copazo tenía que chocar su vaso con los nuestros. Después estuve disfrutando
del paisaje urbano y bebiendo margaritas con el untuoso director belga.
No he comentado el tráfico de Shangai, aunque creo que es
igual en toda China. Es la cosa más asilvestrada que he visto, peor todavía que
en Buenos Aires. Shangai tiene, me dice el señor Zhou, 28 millones de
habitantes a lo cual yo contesté “y todos tienen coche, claro”.
Sorprendentemente el señor Zhou captó la ironía – sorprendentemente porque su
inglés es bastante justito y me llama “misar Arfrera”- y me dijo que no, que
sólo el 20% de las familias disponen de ese lujo. Eso significa que en la
ciudad se deben mover como un millón y medio de automóviles y más del doble de
bicicletas, ciclomotores, patinetes y cualquier medio de transporte con ruedas
que pueda uno imaginarse o no. Las rayas del pavimento y las señales de tráfico
son algo superfluo y la preferencia de tráfico la marcan el tamaño de tu
vehículo y tu desapego a la vida, algo de lo que los chinos parecen ir
sobrados. Además a esta gente les gustan los coches grandes y lujosos, cuantos
más metros y más caballos mejor. Chrisler, BMW, Audi, Mercedes, Wolkswagen…
todos fabrican en Shanghai y los venden como churros. El caso es que la gasolina
cuesta como en España pero nada disuade al chino de ir en su haiga. El tráfico
rodado se ve asistido por una especie de agentes de tráfico, unos individuos
que visten un uniforme caqui, con un silbato como único instrumento disuasorio
y a los que conductores toman por el
pito del sereno, nunca mejor dicho; eso sí, los guardias en cuestión completan
su labor profiriendo lo que creo, por el tono de voz y la gesticulación, que deben
ser insultos atroces a los conductores que hacen lindezas tales como cambios de
sentido en avenidas transitadas, ejercicios de marcha atrás con giro en un
cruce o salto olímpico de semáforo.
La segunda noche se hizo cargo de mí la chinita Veronique,
que es nacida en Hong-Kong y criada en Francia y que habla perfectamente Cantonés,
Mandarín, Francés, Inglés y Español, ahí es nada. La chinita Veronique me llevó
a un mercadillo al que yo quería ir para comprar algún objeto chino, a ser
posible falso. Creo que lo he conseguido porque le compré a la siniestra de mi
hija unas zapatillas Converse a euros 10 el par. La chinita Veronique me
acompañó por el laberinto aquel, regateó en mi nombre y para colmo pagó los
souvenirs (no ella, en nombre de la empresa). Después fuimos a cenar con el
señor Zhou y la señora (o señorita, nunca llegué a enterarme) Susan, que eran
justamente los chinos con los que había cenado la noche anterior en el
restaurante cool del centro. Esta vez
no estaba el belga. El señor Zhou me anunció que íbamos a tomar una auténtica
cena china y a fe que fue así.
Para empezar, el restaurante era un edificio de cuatro
plantas, cada una de las cuales daba para albergar una boda real. A nosotros
nos metieron en un reservado de la cuarta. Pidieron para cenar una cantidad
interminable de cosas variadísimas y rarísimas, en general menos apetecibles a
la vista que lo que ponen en los chinos
de España. De hecho lo único reconocible era un pescado que resultó muy suave y
grato de sabor, que bien podría pasar por merluza. Los chinos lo mezclan todo,
dulce con salado, platos de pescado con platos de carne y mucho tofu. Entre
otras cosas sirvieron un plato de medusa. En la vida se me ocurrió que la
medusa fuese comestible y la verdad es que muy comestible no me pareció, no.
Para beber me sirvieron té, té verde muy suave y por supuesto sin azúcar. A mí
el té es una cosa que me da un poco de repeluco pero no estaba dispuesto a dar
la nota, así es que me tragué taza y media sin rechistar. Sin embargo el señor
Zhou quería halagarme y me sorprendió pidiendo una botella de vino chino. Pensé
que sería un tintorro tipo El tío de la
bota pero qué va, sin ser para tirar cohetes era razonablemente digno, un
cabernet-sauvignon 100% fabricado en china, con su etiqueta en chino. Los putos
chinos han aprendido a fabricar vino ¡Dios en qué nos estamos quedando los
europeos!
Una gracieta china es solazarse con la torpeza de los
occidentales a la hora de manejar los palillos y siempre te piden unos
cubiertos occidentales para el forastero. Yo sin embargo no me despeiné y comí
con palillos como un señor, algo más torpe que ellos pero no tiré de cubiertos
ni una vez. Analizando el tema he llegado a la conclusión de que una de las
grandes dificultades que tenemos para utilizar los palillos con soltura, una
vez superada la obvia de coger aquella cosa con una mínima coherencia, es que
como occidentales insistimos en mantener una cierta etiqueta en la mesa y en
china no es así. Por ejemplo, has conseguido coger con tus palillos una escurridiza
lámina de seta china pero la muy cabrona se te está escapando. Si te comportas
como un bobo occidental la seta se escurrirá de los palillos y volverá al plato
o cuenco del que con tanto esfuerzo conseguiste sacarla. Sin embargo, si eres
chino, acercarás la boca a los palillos – y no al revés- hasta prácticamente
meter la cara en el plato o cuenco y aplicarás una sonora succión que provoque
el vacío suficiente como para contrarrestar el efecto de la pérfida fuerza de
gravedad que intenta devolver la seta al cuenco. Los chinos al comer sorben,
derraman, hacen ruido e incluso no se privan de soltar algún provechito
ocasional. A la agradable chinita Veronique, que tiene doble nacionalidad, le
vi hacer todo esto con la afortunada excepción del eructo porque de haber sido
así en lugar de referirme a ella como la chinita Veronique la nombraría la
“guarra aquella”. Es que no soporto los eructos. Con todo, conseguí comerme la
comida con los palillos sin sorber, sin apenas derramar nada, por supuesto sin
eructar e incluso fui capaz de tragarme dos pedacitos de medusa conteniendo las
arcadas que me estaban entrando merced a la degustación de manjar tan exquisito
y selecto.
Ya me estoy marchando de china y no creo que vuelva, por lo
menos este año. Imagino que la próxima vez no será tan divertido porque nos
tendremos más vistos y se habrá pasado la novedad pero bueno, no me quejo.
El Skyline de Shanghai visto desde el restaurante chic. |
Por motivos que no vienen al caso, durante cierto tiempo mantuve cierta relación con China y son dos cosas las que no soporto y me ponen de los nervios.
ResponderEliminar1.- Esa permanente sonrisa en los labios, que dan ganas que preguntarle ¿De qué c.... se sonrien?
2.- Esa manía asquerosa de escupir a todas horas.
China,pse, pse. Se lo dice una enomorada de Asia.
Yo es que no tengo contrapunto asiático y no puedo comparar. Escupir no les vi pero sí que me lo ha dicho más gente, qué asco.
ResponderEliminarLo de la sonrisa idota lo achaco a que no se enteran de nada y en cualquier caso van a hacer lo que les parezca a ellos con independencia de lo que les digas.
Didáctica experiencia !!
ResponderEliminarYo no he ido a China ni conozco a ningún chin@, pero trabajé (hace muchos años) en un banco japonés. Por lo que cuentas, los japos cuando comen son idénticos a los chinos. Algo cerdos, vamos !! ni que lleven traje ni sean de la jet-set oriental. Recuerdo la primera vez que comí con ellos en un auténtico restaurante japonés de lo más cutre, cuando aún no estaban de moda, pensé que parecían rumiantes, el ruido que hacían al comer era como el que hace una vaca; y también se llevaban el cuenco a la cara como tu explicas y, durante la comida, iban dejando el rastro sonoro de cuán bien les estaba sentando. Alguien me contó que eso lo hacían para expresar cuanto les gustaba la comida ..... excusas !!! con lo fácil que es felicitar al cocinero.
Gina